martes, 13 de mayo de 2014

La laguna dorada



Existen obras que tocan el corazón por sí mismas, y otras que llegan al mismo lugar por la soberbia interpretación de sus actores. “La laguna dorada” cumple con las dos teorías al unísono, incluso siendo más hiriente por la mística de sus dos protagonistas, a esta altura, de los mejores actores de la escena nacional. Por un lado Pepe Soriano, quien solo denota nostalgia; y en las antípodas, Claudia Lapacó quien con sus gestos en soledad ilumina todo de esperanza. Juntos, son demasiado; y esas palpitaciones que padece Román en la trama, parecieran ser las mismas que siente el espectador, al no saber si todo se convertirá en un drama de lágrimas de sangre o en una hermosa ilusión pintada. Actuaciones que se disfrutan en todo momento y que por peso propio, se llevan toda la atención.

A simple vista, el señor Román (Pepe Soriano) es el abuelo o padre que todos quisiéramos tener en nuestro hogar, acompañado de la dulzura de su incondicional esposa, Bel (Claudia Lapacó). Él, de pesados setenta y nueve años se contrapone a los jóvenes sesenta y nueve de ella. La casa, su anual nidito de amor, habita los alrededores de la laguna dorada, sitio donde vacacionan en la más de las pacíficas tranquilidades. Libros, mosquitos, diarios y frutillas, completan una trama que gira en torno a su cumpleaños, el cual contará con la presencia de Eva (Emilia Mazer), la hija que ambos alejaron con sus actitudes. Y lo que parecía un cuadro familiar ideal, se vuelve frío, con charcos helados de resentimientos y pesares. Tal vez sea una obra que hable de la redención de un padre para con su hija, o tal vez no.

Difícil resaltar otros aspectos cuando la luz que irradian Soriano y Lapacó encandila. Pero insistiendo en el reparto, son las actuaciones de Emilia Mazer y Rodrigo Noya quienes le dan rostros conocidos a una historia que sin saber para dónde va, se disfruta por la grandeza de sus intérpretes.

Con la precisa música de Martín Bianchedi, ideal para potenciar con extrema sensibilidad los momentos de nostalgia, felicidad y tensión, es la habilidad artística de su director Manuel González Gil quien pone todo en su lugar. Precisión suiza, para llevarnos como focas enceguecidas por los estadios que nos propone. Y el final es otro sacudón de pasión, que nos devuelve a la butaca, previo abrazo de alma a ese matrimonio que parece blindado, contra dolores ajenos y propios.  

“La laguna dorada” revalida al teatro. Reconfirma ese tácito pacto entre los grandes actores y su público, que si la historia está bien contada, queda para siempre en el corazón de ambas partes. Terminada la función, Soriano y Lapacó no pueden ser los mismos que fueron, como tampoco nosotros luego de verlos amarse de la forma que los vimos.

Por Mariano Casas Di Nardo
@MCasasDiNardo

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