martes, 23 de octubre de 2012
El brillo extraviado
Un no lugar donde unificar todas las sensaciones humanas de la forma más metafórica. Como el mundo de las ideas tan publicitado por Platón, pero menos abstracto. Tampoco real. Intangible para que nada quede encerrado en ninguna materia. Sí la esencia. Porque la esencia de sus miedos y miserias fue lo que motivó a Gustavo Lista a escribir esta obra. Decir mucho sin definir nada. Y así, en un paisaje imaginario, es la voz de Alejandro Dolina que nos relaja. Como el efecto de la primera trompada del boxeador que deja en alerta a su contrincante; que Dolina nos reciba con su voz en off, es sinónimo de que algo interesante está por contarse.
La clave de su autor primero y de sus directores después, es plantear una historia específica de dos hombres que encuentran en la periferia de sus realidades dos alter egos para relajarse y tomar dimensión de sus problemáticas filosóficas. Cuestionamientos que jamás podrían hacerse en el vértigo de una oficina céntrica o en el apuro ciudadano; pero sí a orillas del mar, donde lo único que irrumpe la paz absoluta, es el zumbido del viento. Uno es la versión casera de El Zorro (David Páez), el otro es una mezcla de mariposa con Boy Scout (Ariel Pérez De María). Uno, a priori, muestra la entereza y el liderazgo, el otro, la sombra y la carga. Otra muestra de la pluma de Lista para empastar un escenario que sí o sí se va a clarificar en la cabeza del espectador. Quien saque una fotografía y analice estéticamente la propuesta, errará en todo. Porque el tema tratado no importa y lo que se quiere contar menos. Sí el entre líneas. Sí su metatextualidad. Si lo que representan esos dos personajes ahí.
Otro pilar que da fuerza al relato es la escenografía. La precisión y la distribución de sus pocos elementos, redondean una acuarela ideal para todo lo que se pretende inferir, que es mucho. Se muestra poco, se cuenta demasiado. Y dentro de este mapa teatral, es la figura de Ariel Pérez De María (Chiqui), quien genera y descompone a su gusto. Su escena con el espectro de su padre (Gabriel Páez), vale la obra. Un diálogo breve, entre ordinario y básico que emociona. Otro inteligente despiste de su autor, quien recurre a lo obvio y fácil, para denotar una relación conflictiva del pasado. Cierra este triángulo actoral, su protagonista, David Páez (Perro), quien motiva y acompaña acertadamente a la obra.
El brillo extraviado es un disparador para profundizar otras cuestiones por demás densas. Un libro que nos obliga a reflexionar sobre la amistad, la esperanza, los sueños, la felicidad y por último, la muerte. Extrañamente omite al corazón, un capítulo –entendemos-, que será factor desencadenante en una supuesta precuela que no podemos dejar de imaginarnos.
Por Mariano Casas Di Nardo
lunes, 15 de octubre de 2012
Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos.
El dúo Juan
Paya y Carlos Kaspar parece desmitificar con esta obra, varios aspectos que
parecían dogmas irrevocables para el teatro. Que sobre un escenario pequeño no
se puede contar una gran historia, que hacer reír es incluir en el libro un
compendio de sandeces y que lo bueno, breve, es dos veces bueno. Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos se desarrolla sobre un escenario de dos por
dos con cuatro inmensos actores que lo reducen aún más; diálogos ácidos, irreverentes
y picantes que se multiplican en los gestos de sus protagonistas que hacen del
aire del Teatro Artaza, un eco de risa constante; y dura dos horas, algo inédito
para una obra de estas características. El manual del teatro ideal a la basura,
para hacer de esta pequeña obra, un espectáculo que parece no tener fin.
Todo es
básico y remanido pero la clave reside en cómo unirlo y contarlo. El título nos
explica de un tirón de qué va la obra, sus personajes son el abcde de cualquier
colegio: el gordo, el fachero, el tonto, el amanerado devenido en gay y encima
judío pobre y un portero de pocas luces, más un par de curas profesores por
demás obvios. Pero su interacción y energía escénica, es lo que los distingue
de cualquier otra opción de la Avenida Corrientes. Y ese parece ser el motivo
de su inédito éxito.
Otro
prejuicio abatido es el del protagonista marketinero que decepciona. En “Chicos
católicos…” Darío Barassi es el amo y señor de absolutamente todo. Y cuando el
guión pasa por su persona, todo se eleva. Las risas, el ánimo del público, sus
compañeros y la misma historia. Claro, está secundado por los histriónicos Juan
Gilera (el fachero), Nicolás Maiques (el judío amanerado gay pobre) y Juan Paya
(el poco iluminado) que devuelven potenciado cualquier guiño gracioso. Hasta
Emanuel Arias que no luce como sus compañeros, a su lado, brilla. Y cuando el
actual notero de AM se convierte en el Padre Francisco, se llega al nivel
máximo de comicidad. Más, uno sospecha, que sería perjudicial para la salud.
Entre los
muchos aciertos de su autor Juan Paya, encontramos la constante crítica a la
estructura eclesiástica. Dardos teledirigidos que se pierden por el alto nivel
de humor que envicia la puesta. El libro podría ser un verdadero drama de
contundente bajada de línea social pero el soberbio trabajo de sus
protagonistas, hace que el absurdo ocupe todo, sin dejarnos pensar en lo que
viven esos alumnos. Por su parte, Carlos Kaspar como director, logra con un par
de luces, un plotter de Jesus y cinco banquitos, recrearnos todo un convento,
más el cielo y el infierno. Tal vez, el que menos se luzca dentro de toda esta
historia sea Emanuel Arias, pero no por déficit propio, sino por el gran contraste
que hace ese poker de ases sobre el escenario.
Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos es teatro de humor del mejor. Una obra que a
priori podría dar para cualquier antro perdido del circuito off, pero que bien
merecido tiene el título de "Sorpresa del año".
Por Mariano
Casas Di Nardo
sábado, 6 de octubre de 2012
Jack y las semillas mágicas.
Siempre es
para celebrar la osadía en este mundo chato y previsible. Y el entusiasmo de
todo el elenco de Jack y las semillas mágicas nos obliga a dejar de lado los
tecnicismos para adentrarnos en su mundo de la forma más inconsciente, sintiendo
las vibraciones sin preconceptos de cómo sería o si así debería ser. Sólo
relajarse con una mirada básica pero sincera, para sonreír ante cada guiño que enciende
a los niños. Que son los importantes. Nosotros, los grandes, solo un medio de
transporte para que ellos disfruten.
Parafraseando
la historia de Jack y las habichuelas mágicas, la obra cuenta la historia de
Jack, un adolescente que todas las mañanas le vendía naranjas a su bella y
joven clienta en la feria de su pueblo. Hasta aquí, una dulce y alegre canción
de amor, coreografiada de manera efervescente por Nehuen Marco Rojas (Jack) y
Candelí Redín (Daisy); mientras un cuerpo de baile de chicos acompaña a tempo
cada uno de sus momentos.
Pero como
en todas las historias universales, el problema se suscita cuando un gigante
llega al pueblo para llevarse a la bella Daisy a su mundo superior y
desproporcionado. Es allí donde el bueno de Jack se viste de héroe para
emprender un viaje lleno de aventuras que le devuelva a su platónico amor. Entre
tanto, toma protagonismo un gitano de dudosa honestidad (David Maximiliano
Basualdo); sin duda, el punto más alto, no sólo para aplacar tanta fantasía,
sino para capturar la atención de los niños que siempre festejan los gestos
malvados.
Ya en el
final, cuando todo se resolvió y sus personajes quedaron donde tenían que
quedar, lo único válido es la sonrisa que se dibuja en los rostros de todos los
chicos; y la alegría de los grandes que durante una hora nos divertimos y jugamos
a no saber qué sucedería en ese tan idílico e iluminado mundo planteado por su
director Federico Herrera. En síntesis, Jack y las semillas mágicas cumple su
objetivo de entretener y no hay nada que objetar.
Por Mariano
Casas Di Nardo.
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