martes, 20 de noviembre de 2012

Narco Naif


Si existe una obra corrosiva en nuestro teatro independiente, esa es Narco Naif. Nada está librado al azar y todo dispara semillas que terminan de germinar y ramificarse en las cabezas de sus espectadores. Para bien o para mal, para la angustia o para querer meterse en la obra y abrazar a su heroína y mostrarle la verdad del mundo que mira de forma equivocada. Es que el libro de Candelaria Frías no podría pasar nunca desapercibido, empezando por la bajada del título que sentencia “Elogio de un fracaso”. Después sí, algunas ironías literarias que envenenan la puesta, todo sobre la estética que impone Ana Livingston con su presencia e histrionismo.

Narco naif cuenta la historia de Feliza Rubio, una actriz en decadencia ahogada en sus pesares de no éxito y menos fama. Una depresión que encuentra su origen en la dicotomía planteada por su padre, un reidor de televisión que desapareció cuando ella nació; y su madre, que por abandono vistió todo de tristeza. Un juego de palabras y de situaciones que culmina con los nombres elegidos por ambos, su padre en la algarabía de una nueva vida, queriéndola llamar Feliza Rubio; y su madre por venganza y despecho, bautizándola “Lágrima negra”. Un antagonismo que termina de explotar en el alma de esta bella y pobre actriz, que no tiene obra ni director, sólo un reducido público que ríe sus desgracias y agita su cinismo, mientras unos equivocados aires de trascendencia carcomen su autoestima.

Pero si algo le faltaba a “Lágrima negra”, es esa especie de arlequín presentador que le remueve el caos y la empuja al ocaso (Candelaria Frías). Claro, ella, viendo el contexto, no necesita de mucho para acercarse al abismo. Sin embargo, esa mujer bufón, que es otra muestra de los opuestos que perversamente declara su autora, es quien potencia la tristeza y el no reconocimiento sufrido por su protagonista. Una destacada actuación de Ana Livingston, quien en cada una de sus oxidadas miradas, demuestra la hemorragia interna que está padeciendo su personaje. 

Narco Naif son esos instantes antes del fin. Esos intentos fallidos por revivir una vocación que entró en un espiral perecedero. Un espasmo luminoso previo a la tierra húmeda. Con actuaciones que completan la idea primera y direcciones (de Candelaria Frías y Soledad San Emeterio) que consuman el texto.

El último y más glorioso fracaso de una actriz que pudo ser Feliza Rubio y brillar, pero que por caprichos del destino termina siendo “Lágrima negra”. Sin una obra, sin un director, sin un escenario y sin una cartelera con su nombre en ningún diario. Solo un público delante, a esas alturas, ya en silencio.

Por Mariano Casas Di Nardo

martes, 23 de octubre de 2012

El brillo extraviado


Un no lugar donde unificar todas las sensaciones humanas de la forma más metafórica. Como el mundo de las ideas tan publicitado por Platón, pero menos abstracto. Tampoco real. Intangible para que nada quede encerrado en ninguna  materia. Sí la esencia. Porque la esencia de sus miedos y miserias fue lo que motivó a Gustavo Lista a escribir esta obra. Decir mucho sin definir nada. Y así, en un paisaje imaginario, es la voz de Alejandro Dolina que nos relaja. Como el efecto de la primera trompada del boxeador que deja en alerta a su contrincante; que Dolina nos reciba con su voz en off, es sinónimo de que algo interesante está por contarse.

La clave de su autor primero y de sus directores después, es plantear una historia específica de dos hombres que encuentran en la periferia de sus realidades dos alter egos para relajarse y tomar dimensión de sus problemáticas  filosóficas. Cuestionamientos que jamás podrían hacerse en el vértigo de una oficina céntrica o en el apuro ciudadano; pero sí a orillas del mar, donde lo único que irrumpe la paz absoluta, es el zumbido del viento. Uno es la versión casera de El Zorro (David Páez), el otro es una mezcla de mariposa con Boy Scout (Ariel Pérez De María). Uno, a priori, muestra la entereza y el liderazgo, el otro, la sombra y la carga. Otra muestra de la pluma de Lista para empastar un escenario que sí o sí se va a clarificar en la cabeza del espectador. Quien saque una fotografía y analice estéticamente la propuesta, errará en todo. Porque el tema tratado no importa y lo que se quiere contar menos. Sí el entre líneas. Sí su metatextualidad. Si lo que representan esos dos personajes ahí.

Otro pilar que da fuerza al relato es la escenografía. La precisión y la distribución de sus pocos elementos, redondean una acuarela ideal para todo lo que se pretende inferir, que es mucho. Se muestra poco, se cuenta demasiado. Y dentro de este mapa teatral, es la figura de Ariel Pérez De María (Chiqui), quien genera y descompone a su gusto. Su escena con el espectro de su padre (Gabriel Páez), vale la obra. Un diálogo breve, entre ordinario y básico que emociona. Otro inteligente despiste de su autor, quien recurre a lo obvio y fácil, para denotar una relación conflictiva del pasado. Cierra este triángulo actoral, su protagonista, David Páez (Perro), quien motiva y acompaña acertadamente a la obra.

El brillo extraviado es un disparador para profundizar otras cuestiones por demás densas. Un libro que nos obliga a reflexionar sobre la amistad, la esperanza, los sueños, la felicidad y por último, la muerte. Extrañamente omite al corazón, un capítulo –entendemos-, que será factor desencadenante en una supuesta precuela que no podemos dejar de imaginarnos.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 15 de octubre de 2012

Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos.


El dúo Juan Paya y Carlos Kaspar parece desmitificar con esta obra, varios aspectos que parecían dogmas irrevocables para el teatro. Que sobre un escenario pequeño no se puede contar una gran historia, que hacer reír es incluir en el libro un compendio de sandeces y que lo bueno, breve, es dos veces bueno. Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos se desarrolla sobre un escenario de dos por dos con cuatro inmensos actores que lo reducen aún más; diálogos ácidos, irreverentes y picantes que se multiplican en los gestos de sus protagonistas que hacen del aire del Teatro Artaza, un eco de risa constante; y dura dos horas, algo inédito para una obra de estas características. El manual del teatro ideal a la basura, para hacer de esta pequeña obra, un espectáculo que parece no tener fin.

Todo es básico y remanido pero la clave reside en cómo unirlo y contarlo. El título nos explica de un tirón de qué va la obra, sus personajes son el abcde de cualquier colegio: el gordo, el fachero, el tonto, el amanerado devenido en gay y encima judío pobre y un portero de pocas luces, más un par de curas profesores por demás obvios. Pero su interacción y energía escénica, es lo que los distingue de cualquier otra opción de la Avenida Corrientes. Y ese parece ser el motivo de su inédito éxito.

Otro prejuicio abatido es el del protagonista marketinero que decepciona. En “Chicos católicos…” Darío Barassi es el amo y señor de absolutamente todo. Y cuando el guión pasa por su persona, todo se eleva. Las risas, el ánimo del público, sus compañeros y la misma historia. Claro, está secundado por los histriónicos Juan Gilera (el fachero), Nicolás Maiques (el judío amanerado gay pobre) y Juan Paya (el poco iluminado) que devuelven potenciado cualquier guiño gracioso. Hasta Emanuel Arias que no luce como sus compañeros, a su lado, brilla. Y cuando el actual notero de AM se convierte en el Padre Francisco, se llega al nivel máximo de comicidad. Más, uno sospecha, que sería perjudicial para la salud.

Entre los muchos aciertos de su autor Juan Paya, encontramos la constante crítica a la estructura eclesiástica. Dardos teledirigidos que se pierden por el alto nivel de humor que envicia la puesta. El libro podría ser un verdadero drama de contundente bajada de línea social pero el soberbio trabajo de sus protagonistas, hace que el absurdo ocupe todo, sin dejarnos pensar en lo que viven esos alumnos. Por su parte, Carlos Kaspar como director, logra con un par de luces, un plotter de Jesus y cinco banquitos, recrearnos todo un convento, más el cielo y el infierno. Tal vez, el que menos se luzca dentro de toda esta historia sea Emanuel Arias, pero no por déficit propio, sino por el gran contraste que hace ese poker de ases sobre el escenario.

Chicos Católicos, Apostólicos y Romanos es teatro de humor del mejor. Una obra que a priori podría dar para cualquier antro perdido del circuito off, pero que bien merecido tiene el título de "Sorpresa del año".

Por Mariano Casas Di Nardo

sábado, 6 de octubre de 2012

Jack y las semillas mágicas.


Siempre es para celebrar la osadía en este mundo chato y previsible. Y el entusiasmo de todo el elenco de Jack y las semillas mágicas nos obliga a dejar de lado los tecnicismos para adentrarnos en su mundo de la forma más inconsciente, sintiendo las vibraciones sin preconceptos de cómo sería o si así debería ser. Sólo relajarse con una mirada básica pero sincera, para sonreír ante cada guiño que enciende a los niños. Que son los importantes. Nosotros, los grandes, solo un medio de transporte para que ellos disfruten.

Parafraseando la historia de Jack y las habichuelas mágicas, la obra cuenta la historia de Jack, un adolescente que todas las mañanas le vendía naranjas a su bella y joven clienta en la feria de su pueblo. Hasta aquí, una dulce y alegre canción de amor, coreografiada de manera efervescente por Nehuen Marco Rojas (Jack) y Candelí Redín (Daisy); mientras un cuerpo de baile de chicos acompaña a tempo cada uno de sus momentos.

Pero como en todas las historias universales, el problema se suscita cuando un gigante llega al pueblo para llevarse a la bella Daisy a su mundo superior y desproporcionado. Es allí donde el bueno de Jack se viste de héroe para emprender un viaje lleno de aventuras que le devuelva a su platónico amor. Entre tanto, toma protagonismo un gitano de dudosa honestidad (David Maximiliano Basualdo); sin duda, el punto más alto, no sólo para aplacar tanta fantasía, sino para capturar la atención de los niños que siempre festejan los gestos malvados.

Ya en el final, cuando todo se resolvió y sus personajes quedaron donde tenían que quedar, lo único válido es la sonrisa que se dibuja en los rostros de todos los chicos; y la alegría de los grandes que durante una hora nos divertimos y jugamos a no saber qué sucedería en ese tan idílico e iluminado mundo planteado por su director Federico Herrera. En síntesis, Jack y las semillas mágicas cumple su objetivo de entretener y no hay nada que objetar.

Por Mariano Casas Di Nardo.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Diva –fuego en el teatro–


Diva es ese estilo de obras que cada uno ve lo que quiere ver.  Un libro superior del que cada uno se prende de lo que más lo refleja. Podríamos hablar sobre el rencor que tiene el ser amado y desilusionado, como también de los desencuentros de quienes ven el amor de distintas formas; o simplemente de la perversión que siente un corazón herido. Pero Diva es todo lo mencionado y más. Es la trastienda de un varieté, es humor negro en su estado más primitivo, es pasión, es fuego y es un cuasi monólogo de quien cuenta una vida llena de halagos y humillaciones. Poco cielo y mucho infierno. Igualmente, la historia está concluida de antemano, sin embargo, el recorrido hasta su final, es lo que nos atrapa desde el inicio.

Todo se centra en nuestra diva. Una estrella del teatro venida a menos; conclusión a la que llegamos a través de la tristeza que vive en sus anécdotas, de los fracasos que resultaron sus aires de gloria y en lo equivocada que será su decisión. A su lado, se encuentra Ladislado, su ex marido, quien maltrecho por un incidente del pasado, evidencia además, secuelas de su degradé sentimental. Los años pasaron, el tiempo consumió sus ideales pero aún así, siguen sin escucharse. Una conducta que pareció regir sus vidas y por la que pueden perderlo todo, si es que aún hay algo entre ellos, más que rencor, odio y amor.

Impactante actuación de Marcelo Iglesias en su papel de Diva, quien destila asco en su irascibilidad, compasión en su humildad y temor en su locura. A su vez, Isaac Eisen, es el contrapunto ideal para descansar en sus pausas, tras el arrollador discurso que promueve nuestra protagonista en todo momento. Ellos parecen nunca encontrarse, pero aún en la distancia emocional que plantean, sus cuerpos cercanos son los que le dan vida a estos diálogos unilaterales.

La acertada dirección y puesta en escena de Gerardo Begérez y el vestuario de Martín Sal, hacen que la historia sea un todo irrevocable. Sin embargo, cuando todas sus puntas son para la admiración, seguirá siendo el libro de Patricia Suárez lo que perdure en nuestro consciente. Diva luce en escena, pero cuando nos olvidemos de lo tangible, quedará la esencia de una historia tan patética como universal.

Por Mariano Casas Di Nardo