lunes, 4 de abril de 2011

El Sepelio

Muy pocas veces, todas las patas de una obra de teatro son firmes. O falla el director, la historia o por qué no, el protagonista o la iluminación. Pero cuando sucede una homogeneidad en sus partes, podemos comenzar a escribir sobre un clásico. En este caso, El Sepelio está en vías de serlo. ¿Qué le falta? Tiempo. Esa lejanía en el calendario que lo convierta en un referente, en un piso, en un documento inexorable.

La historia cuenta como Zulema, una mañana muy temprano de un domingo sin importancia, invita a sus tres hijos a desayunar. Es que tiene un motivo muy importante, organizar su propio funeral. La muerte de sus amigas de toda la vida, le fueron sembrando muchas dudas sobre su propia salud y el fantasma del final recorre cada uno de sus pensamientos. Sensaciones que se pulverizan cuando se la ve tan vigorosa mandando y reorganizando las pocas ideas que motivan a los suyos.

El campo de interacción, su living comedor, es lúgubre, triste, gris. Y a la pesadez planteada por la propia Zulema, se le suman la languidez fashion de Pedro (Guido Silvestrín), la parsimonia de su primogénito Alfredo (Néstor Caniglia) y la angustia oral de su tercer hijo, Coyi (Diego Rinaldi). Tres apéndices poco ejemplares, contenidos ellos, por el perverso cariño de una madre que quiere mal o desprecia bien. Depende el cristal.

Cuatro actores que se retroalimentan constantemente para dejar diálogos sordos inolvidables. Nadie se escucha pero todos se comunican. Uno roba, el otro come y el tercero obedece. Total, están pero no están. Saben que esa mañana es una postal abstracta de una realidad que se repite sin modificar nada. Y a ninguno le importa, ni a su propia madre. Y aquí sale a la luz la cuidada y estudiosa pluma de Heidi Steinhardt, quien logra incluir todos los sentimientos de una familia en esta familia. El ABCDEFG… (hasta la Z) de lo que pasa en todos los hogares donde la madre se puso los pantalones que dejó el padre al morir.

El funeral en cuestión es una excusa que ni siquiera se profundiza. Se roza por un momento y nada más. Otra genialidad de su autora para darle identidad a un sinfín de conceptos que juntos hubiesen sido imposibles de amalgamar, poniendo a la muerte como un ente que todo lo supervisa: el desamor, la soledad, el descuido, la sobreprotección, el favoritismo y la obligación. Y sobre todo la falta de sinceridad, no por desconocimiento sino por orgullo.

Una historia centrífuga que golpe a golpe, progresa en su más obvio y no esperado final. Actuaciones destacadas, sobre todo la de Diego Rinaldi. Y oración aparte para Cristina Maresca (Zulema), que perdida en su angustia y locura, les da letra a todos para el lucimiento propio. Y en un nivel sintetizador, su directora y dramaturga Heidi Steinhardt, que a través de su guía, hace que queramos proteger a cada uno de sus protagonistas. Un diez.

Teatro: La Carbonera, Balcarce 998. Domingos a las 18hs.

Por Mariano Casas Di Nardo