martes, 9 de marzo de 2010

¡Oh, Dios Mío!

El mundo exige equilibrio. La balanza necesita de dos mitades exactas o similares para mantenerse. Claro, siempre hay un margen para el desnivel; pero tiene que ser insignificante para que la idea continúe. Como lo sentencia el dicho “Amar sin ser amado”. Si sucede no hay amor. Hay sólo una parte. Una buena intención y nada más. No hay fuerza. Ni siquiera para avanzar. Así podría definirse a la obra ¡Oh, Dios Mío!, de Anat Gov.

Una idea superlativa, un libro acertado y dos actores que no resisten el peso de semejante bandera. Algo es muy cierto, personificar a Dios es tarea complicada. Y psicoanalizarlo, utópico. Si ni siquiera la filosofía pudo llegar a interpretar tal ser, pretender que sea codificado fehacientemente por seres más terrenales, es pedir demasiado. Pero la idea primera así lo plantea. Entonces uno se entusiasma con ver la obra más impactante de su vida y quedar pensando por el resto de los días, hasta que decante alguna idea. Pero nada de eso sucede. Uno queda a medio camino. Como esa balanza que se quiebra por el peso propio que hace de palanca estéril.

Con un guión imposible, sólo la música del genial Gaby Goldman está a la altura de tal epopeya. Él, con su piano, recrea a la perfección la sensación de estar caminando sobre un sendero irreal. Allí donde Ella –Silvia Franc– es absorbida por la presencia de Señor D –Eduardo Wigutow–, quienes con el transcurrir de los diálogos van perdiendo fuerza y credibilidad. Y todo queda en una tímida psicóloga frente a un inentendible paciente. Momento que comienza a desvanecerse todo hasta que la música de Goldman vuelve a levantar la obra. Otro acierto y pieza fundamental de todo el andamiaje escénico, es el preciso vestuario de Alicia Vera, quien también se destaca por configurar un espacio a la medida del libro. Todo hilvanado por la dirección de Juan Freund, ambicioso ser, que no se detuvo en quimeras a la hora de montar una obra de teatro.

¡Oh, Dios Mío! sobrevive por el estoicismo de sus protagonistas y por la voluntad de cerrar una pieza que a priori resulta difícil. Una vez consumados sus más de ochenta minutos, uno se va con la certeza de no haber llegado a ninguna conclusión.

Por Mariano Casas Di Nardo