martes, 22 de septiembre de 2009

Muñeca

La ansiedad por conocer a Muñeca crecía en la sala. Con la consumación de cada minuto, la necesidad de que estuviese allí aumentaba a niveles infinitos. Por su parte, Anselmo, hombre rico y poderoso, de esos que logran todo lo que se proponen en la vida por tener exceso de recursos, no hacía más que elevar la imagen de tan codiciada dama. Mezcla de Berlusconi con Perón, él, que parecería sentenciar los destinos de sus enemigos, manejaría también la suerte de sus amigos más fieles, todos ellos interesados y vividores. Hasta las bellas y sugestivas señoritas que desfilan por su mansión, parecerían sucumbir ante su infranqueable impronta. Aunque sin más, no deja de palpitar por su amada compañera, quien lo habría abandonado a merced de vaya uno a saber quién. Para esos momentos, ya podría considerársela como su talón de Aquiles. Un dato, él se siente feo, pero aún así, continúa su fastuoso andar.

En el marco de uno de los teatros alternativos más bonitos del circuito porteño como es Delborde Espacio Teatral –Chile 630–, un pretensioso elenco de diez actores –los cuales algunos brillan y se destacan en obras como Criminal y Los desórdenes de la carne (ambas de lo mejor de la cartelera off actual) –, se disponía a entrar en el mundo Discépolo para darle vida a Muñeca, una historia de amor de arrabal; con tintes de tango, cabaret y timba. De ellos, cinco duplicaban con recordados papeles la propuesta: Uki Cappellari, Antonio Bax, Marcelo Velázquez, Gabriel Nicola y Yazmin Schimdt. Todos apadrinados por la dirección de la virtuosa dupla Teresa Sarrail y Sandra Torlucci, que hacía presagiar ochenta minutos –como indica el programa–de impacto absoluto.

Hasta aquí, una correcta y entretenida versión de la historia que supo crear el talentoso y eterno Discépolo. Pero por lo planteado por sus directores, todo se encaminaba a un punto específico; a su clandestina aparición.

Y sucede todo lo contrario. Porque es cuando aparece ella, la misteriosa “Muñeca”, que todo queda trunco. La historia no sólo no se refuerza, sino que hace revisar todo lo aprehendido y entendido hasta ese momento. Y cuando se llega a ese porqué, ilógico; tampoco satisface. Y la obra por ende muere ahí. Ya no importa su epílogo y menos su desenlace. Da lo mismo cualquier final. Porque Muñeca no es femme fatal ni seductora ni encantadora ni diabólica. Tampoco carismática o compradora y menos brava.

Muñeca queda a mitad de camino. Con actuaciones tan disonantes como evidentes. Con una historia que germina con una fuerza abrumadora por el duelo inicial entre Eugenio Soto –Anselmo– y su mayordomo –Antonio Bax–, al que se le agrega la interesante actuación de Enrique –Armando Lazarte–; para ir paulatinamente perdiéndose en un pantano viscoso y marañoso. Por momentos están todos perdidos. Y ni siquiera Gabriel Nicola con su elaborado papel de Mora, hace que su entorno se encuentre. Sólo se salva Cecilia Zuvialde quien despliega todo su talento para darle a los protagonistas la estética correcta y el adecuado campo de interacción, que nos muestra al menos, de forma visual, los caracteres del ´30.

Muñeca es como esa flor que muere en el preciso momento en el que toma su mayor cuerpo y esplendor. Toda una vida para llegar al instante más bello y después marchitarse repentinamente. Un paralelismo que explica que la obra tiene muchas intenciones, pero que por cuestiones de la física misma, quedan en la nada.

Por Mariano Casas Di Nardo

miércoles, 16 de septiembre de 2009

El Batacazo

El Batacazo es un compendio de aciertos puestos a disposición de una obra que brilla a lo largo de sus sesenta y tantos minutos de vida. Un guión que habla de la mediocridad y de la chatura del ser humano creyente en brujas, yetas y lechuzas, de la forma más precisa; dos actores que se sacan chispas a la hora de actuar y de crear sus respectivos personajes y la música exacta del Chango Spasiuk para generar el clima de tensión ideal cuando la obra llega a su epílogo. Todo cierra perfecto sobre el fantástico mundo que se genera en el Chacarerean Teatre cuando la función comienza a rodar.

Uno, un oportunista ; el otro, un fracasado jugador de básquet devenido en enfermero. Uno, empleado del parque de diversiones; el otro, un hombre asediado por la mala suerte y la desgracia. Uno, Mauricio Dayub; el otro, Osqui Guzmán. Animal televisivo de raza el primero, rey de la improvisación teatral el segundo. Dos actores que suman sus partes para llegar a un todo absoluto. Un despliegue de guiños, latiguillos y muecas sin tener que llegar al grotesco y al gesto soez, como pocas veces visto en los escenarios porteños.

La obra cuenta la historia de “Cobra”, quien cansado de su vida monótona y chata de empleado de uno de los juegos más difíciles del Parque de Diversiones, decide cambiar su rumbo y hacer saltar su propia banca, enseñándole a “El Nene”, un enfermero de pocas ideas, el secreto para ganar el juego. Los dos en busca de dar el batacazo, uno para cambiar su aburrido presente y el otro para saldar una deuda pendiente con el deporte que lo inició en su patética y contrariada personalidad.

La cuestión era despejar el interrogante de darle un guión y una estructura armada a uno de los actores que mejor maneja la improvisación en nuestro teatro. Y consumada la obra, no hay más que rendirse ante el ojo de su autor y director, el propio Mauricio Dayub, quien confió en Osqui Guzmán para acompañarlo en esta travesía de malarias e infortunios.

Impecablemente lookeados y potenciándose en cada intervención, la obra progresa entre el humor y la reflexión; dos sensaciones que ejecutan ambos protagonistas, tanto desde la ironía como desde la nostalgia. Porque en el fondo, estos dos personajes casi arrabaleros, encierran tristeza y soledad. El vacío de pensar que la suerte y el azar lo hacen todo, ya sea por la desgracia de “El Nene” como por la suerte a medias de “Cobra”.

Algunos pueden considerarlo teatro comercial y menospreciarlo; otros podrán denominarlo teatro en serie y no considerarlo. El Batacazo es teatro del bueno. Con un libro que nunca pierde de vista el horizonte y con dos actores superlativos, que hacen de esa línea inalcanzable, algo posible y cercano.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 14 de septiembre de 2009

Antes muerto – Flashback año 2007–

–Cuando se tienen ciertas convicciones, la muerte es lo de menos–.

Una historia oscura, de amores y contradicciones. Dos sicarios, una bella e impecable mujer y un hombre asfixiado por el rencor. Odio y deseo, promesas y muerte. Todos azares del hombre que se encierran en Antes muerto, obra escrita, dirigida y actuada por la dramaturga Moro Anghileri. Más un agregado, el agregado, la soberbia actuación de Carlos Portaluppi, quien a fuerza de su exquisita verborragia y su despliegue de gestos escénicos, brilla entre tanta oscuridad.

Ambientada en la década del ´40, con un hotel raído y sucio como escenario, la obra mixtura códigos del cine de comic antiguo con el teatro de culto. Entonces, sobre una ventana que da a las angostas calles de una ciudad abatida, puede verse un tiroteo –material fílmico– que da origen a la trama.

Irrumpe él, de correcto traje negro, pelo engominado y un arma que dará a luz en la primera situación tensa. Fatigado por la huída, ve como segundos después sale a escena la inalterable belleza de ella, de ceñido luto, quien con sus movimientos felinos deja entrever sus curvas. Con guantes que cubren sus asesinas manos y labios pintados de rojo fuego, las situaciones comienzan a suceder. Pequeños diálogos introducen al espectador en la idea original, con dos personajes que precisan todo su histrionismo actoral...



Por Mariano Casas Di Nardo

martes, 8 de septiembre de 2009

Métodos para no llorar.

Todos quisiéramos tener un sótano como Boris y Atalia para escaparnos de la realidad que muchas veces nos arrincona, nos oprime las ideas y nos paraliza. Un lugar donde el tiempo pase a otra velocidad y donde imperen nuestros deseos y se materialicen nuestros sueños reprimidos. Porque el mundo, por lo general, no gira como pretendemos y el miedo y la inexperiencia nos juegan una mala pasada. Entonces un universo idílico paralelo sería lo conveniente. O al menos una estructura para no sufrir. Donde todo sea más cómodo, amigable. Pero no. La vida es hostil, el prójimo es burlón. Y un cuchillo filoso, como reza su dramaturga, no es del todo suficiente.

Afuera el apocalipsis y dentro, dos chicas jóvenes, bella una; la otra perdida en su ira y en su hambre. Un ambiente de dos por dos y una humedad que jaquea el buen vivir. Dos mujeres que sufren el exterior y se protegen mutuamente. Dos humanidades que a veces coinciden y otras no. Y cuando se rozan, más que una unión es un rasguño. Un raspón. Una molestia. Pero también se reinventan. Se mienten, se necesitan, se odian y se padecen.

Josefina Sabaté y Baudrón –así se llama su directora– dispone del poco espacio del escenario del teatro de manera tal que parece gigante. No porque le incluya espacios inexistentes, sino porque el afuera imaginario nos supone que donde convergen las dos protagonistas, es sólo un punto en la inmensidad gris. Y es gris, porque todo nos hace pensar que el abismo está afuera. Y es ese refugio el que las separa del ocaso.

El protagonismo pareciera ser de Atalia –Martina Schvartz– por ser la iniciadora de esta historia, pero es Boris –Bárbara Molinari– quien refuerza con sus histriónicas pinceladas, un guión que nunca se sabe para donde va. Y desde su primera intervención se gana el afiche. Ella maneja los tiempos y da vida al resto. A su partenaire y a los cambios de clima, que hacen de ecualizador de la trama.

Métodos para no llorar desconcierta en gran parte de sus sesenta minutos. Intención de su autora que se cumple hasta que una de ellas emite la frase que da título a la obra. Y allí cierra todo. Lo demás son eventualidades. Pueden suceder como no. Las cebollas, el encierro, la locura, el ayer, el hoy, el miedo, el deseo y sus respectivos contextos. Una idea que vale por sobre todo y le da vida y forma a una muy buena obra de teatro.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Joven Frankenstein

A priori, la configuración de su elenco hacía presagiar un producto comercial, carente de todo arte. Sí, una obra Made in Broadway pero con algunas figuras estelares para hacer saltar la taquilla. El televisivo Guillermo Francella encabezando el elenco, la ex conductora Laura Oliva secundando, más uno de los showman más reconocidos del under como Omar Calicchio. Hasta aquí negocio redondo; el Astral como marco lujoso y la Avenida Corrientes como punto estratégico. Pero los dos pilares que sostienen la obra y hacen girar la maquinaria a la perfección, tanto económica como artísticamente, son dos actores no muy renombrados pero de pura cepa musical, como el histriónico Pablo Sultani –Igor– y la bella Carolina Pampillo –Inga–. Si bien la amalgama es pensada y exacta, siendo El Joven Frankenstein una obra de calidad y prestigio, son ellos dos quienes más brillan y hacen brillar.

Basada en el clásico film del genial comediante Mel Brooks, la obra nos lleva al regreso de Frederick – según el propio protagonista su apellido se pronuncia “Fronkenstin”– al pueblo Colinas de Transilvania, para hacerse cargo de su herencia, el castillo de su abuelo Victor von Frankenstein. Ya en sus oscuros bosques, conoce a quienes serán sus asistentes, el torpe y bueno de Igor – se pronuncia “Ay-gor”– y la jovencita e ingenua Inga. Juntos, se dirigen al mentado castillo, donde la inmaculada y tenebrosa Frau Blücher...

La nota completa en: http://www.luciernaga-clap.com.ar/

viernes, 4 de septiembre de 2009

El Gorrión de París.


Piaf no es una obra musical; es mucho más. Tampoco es un recital de alguien que canta y emula a la cantante francesa más importante de todos los tiempos; es mucho más. Como así tampoco Elena Roger es una actriz o una cantante que despunta su vicio sobre las tablas; es mucho más. Piaf es la suma de todos los adjetivos calificativos positivos y más. Roza la perfección... La perfección vocal, actoral, escénica, musical y artística.

La obra comienza con los vestigios de la gloria que supo cultivar Edith Piaf en sus entrañas, para retrotraernos a su infancia, en los suburbios de su París natal, entre marginales, oportunistas y artistas callejeros. Pinceladas escénicas para mostrarnos la miseria que cinceló sus primeros años de vida, el abandono de sus familiares más cercanos, sus primeros amores y violaciones; hasta su anclaje en un decadente burdel, donde entre tanta oscuridad y deformidad, se le abriría el destino. Cada movimiento, cada canción, es una fotografía que entristece el guión. Es que la obra en sí no emociona, sino que conmociona. Una virtud de su autor Pam Gems, quien con cada diálogo hiere un poco el sentimiento del espectador para dar la estocada mortal cuando las luces se apagan y sólo se ve a su protagonista entonando a La Môme. En ese instante la muerte, pero sólo un cambio de luces para generar vida nuevamente hasta verse apagar...




martes, 1 de septiembre de 2009

Catástrofe inesperada

Catástrofe inesperada son un millar de códigos estéticos hilvanados por una historia que progresa de la forma más compleja y abstracta. Como esos dibujitos que toman vida a medida que las hojas se van sucediendo, en tiempos de 24 cuadros por segundo. Cada parpadeo significaría una fotografía y cada una de ellas, un caldo difícil de digerir.

Escrita por Luís Cano y materializada por la directora Cintia Miraglia, la obra toma fuerza a través de un relato fragmentado que deja ver la memoria de un poeta olvidado, quien pasa sus días en el frío espacio de un sistema hospitalario que lo asfixia de a poco. Por momentos mujeres milimétricamente superpuestas lo debilitan en la creación para luego apuntalarlo en la imaginación idílica y surreal de su persona. Es que no todo está dicho aún, pero sí las cartas están jugadas y sólo resta definir quién perderá.

Al parecer, en los escasos y poderosos cuarenta y cinco minutos de acción, los únicos ilesos son los espectadores. La manipulación y el aire a encierro revuelan la escena y ni aún, los símbolos de libertad, dan aspecto de emancipación. Mucho menos los paisajes ciclotímicos que mueren y nacen al unísono. Todo es perecedero. Todo huele a claustro. Y la música, creación de Daniel Quintás, es una guía malintencionada que nos conduce al ocaso.

El conflicto germina en el mismo escenario y se desarrolla entre los protagonistas, en este caso, el poeta Zurita –Leandro Rosenbaum– y sus custodias espirituales y carnales –Natalia Marchese y Gabriela Mocca–. La consumación de los episodios cierra historias pasadas y aviva otras.
Como esa canilla mal cerrada que no logra causar la inundación pero que hace de cada gota un estruendoso sonido, su directora hace que la catástrofe sea latente con una evolutiva graduación que sacude con intensos espasmos imperceptibles, que uno siente ya terminada la función.

Catástrofe inesperada es difícil. Ermitaña. Oscura. Un arrebato a la libertad expresado en imágenes impactantes. Una audaz representación del efervescente teatro independiente moderno.

Por Mariano Casas Di Nardo - abril 2009