viernes, 4 de septiembre de 2009

El Gorrión de París.


Piaf no es una obra musical; es mucho más. Tampoco es un recital de alguien que canta y emula a la cantante francesa más importante de todos los tiempos; es mucho más. Como así tampoco Elena Roger es una actriz o una cantante que despunta su vicio sobre las tablas; es mucho más. Piaf es la suma de todos los adjetivos calificativos positivos y más. Roza la perfección... La perfección vocal, actoral, escénica, musical y artística.

La obra comienza con los vestigios de la gloria que supo cultivar Edith Piaf en sus entrañas, para retrotraernos a su infancia, en los suburbios de su París natal, entre marginales, oportunistas y artistas callejeros. Pinceladas escénicas para mostrarnos la miseria que cinceló sus primeros años de vida, el abandono de sus familiares más cercanos, sus primeros amores y violaciones; hasta su anclaje en un decadente burdel, donde entre tanta oscuridad y deformidad, se le abriría el destino. Cada movimiento, cada canción, es una fotografía que entristece el guión. Es que la obra en sí no emociona, sino que conmociona. Una virtud de su autor Pam Gems, quien con cada diálogo hiere un poco el sentimiento del espectador para dar la estocada mortal cuando las luces se apagan y sólo se ve a su protagonista entonando a La Môme. En ese instante la muerte, pero sólo un cambio de luces para generar vida nuevamente hasta verse apagar...




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