lunes, 24 de agosto de 2009

Luisa

Luisa es sencilla. Sin dobleces. Una chica simple que no tiene nada que perder. Porque ya lo perdió todo según su ánimo. Y entonces desnuda sus sentimientos. Para compartirlos. Porque se ve que de tanto dolor, ya no le entran en sus rincones. Pero tras la tormenta solo le queda la calma; algunos reproches por vencer y menos ilusiones por soñar. Es que Luisa tiene el corazón herido, por no decir que lo tiene roto. El amor la vació y sufre. Cómo sufre.

Escrita por Daniel Veronese, la obra nos presenta a Luciana Monasterio en el papel de Luisa, una chica que nunca olvidó lo que en un pasado muy remoto la hizo feliz. Ella recuerda, dialoga con su madre ausente y revive momentos que le alegraron el alma. Una actuación inmejorable para mostrarnos con gestos y miradas, todo un mundo que se termina de configurar en nuestras cabezas, porque de hecho, sobre el escenario hay poco y nada. Una cama, tres plantitas, un banquito y su sombra, la cual se agranda o se achica con la misma proporción que su nostalgia. La fotografía podría resultar vacía, pero es su presencia escénica y talento que abarrota la imagen con elementos que sólo nosotros –los espectadores– podemos ver. Hasta la sensación térmica nos recrea con sus palabras.

Con unos mocasines , una larga pollera y un saquito con mangas largas que denota humildad e interés clásico por la moda, Luisa se presenta. Porque su sentimiento va más allá del look, aunque en cierto modo también la representa. Un vestuario exacto, apagado en sus tonos; pero justo para determinar el autoestima y las ínfulas del personaje. Es que ella no pretende más que quedarse con sus ausencias y mientras sufre, espera. Por las dudas. A ver si el destino le da un giro.

A Luisa dan ganas de abrazarla, de protegerla. De hacer que el sufrimiento que demuestra su seca sonrisa, se acabe de una vez. Algo es cierto, Veronese da una base para hacer de la obra, una buena pieza; pero es la misma Luciana Monasterio quien entiende y logra la esencia del libro. La dirección de Vanina Montes seguramente tendrá mucho que ver, sobre todo con el desplazamiento de la protagonista sobre su habitación; pero son las expresiones de la actriz las que llevan a la obra a la máxima puntuación de calificación.

Luisa es una luz en la oscuridad. O un futuro alegre en el ocaso. Porque motiva a creer en la simpleza del amor, aún hoy, cuando la voracidad de lo efímero se lo lleva todo. Nos induce a pensar en lo crudo del sentimiento. Su relato y amor así lo demuestran; el brillo de sus ojos nos lo confirma.

Por Mariano Casas Di Nardo

jueves, 20 de agosto de 2009

El tiempo y los Conway


“El universo tiene su demonio y es aquello a lo que le llamamos tiempo”, reflexiona la bella Kay, mientras observa como su familia de perspectivas renacientes, se precipita en la mediocridad de sus integrantes. Ella, una aprendiz de escritora en un principio y luego una periodista de las revistas del corazón, nada puede hacer contra la decadencia que abruma a su madre y hermanos. Al contrario, todos ellos profundizan la catástrofe y tapan cualquier haz de luz con sus torpes decisiones y equivocados ánimos de grandeza. Sólo el humilde Alan parece leer bien la realidad, aunque así no deje de alimentar la frustración que hará caer al pretensioso apellido que llevan en sus documentos.

El tiempo y los Conway, del recordado J.B.Priestley, es una obra que altera los órdenes narrativos para explicar el desarrollo de la historia. Similar al de El otro de Jorge Luís Borges. La progresión de sus diálogos nos lleva a los albores del mil novecientos, en un pueblo de Inglaterra, donde la Señora Conway vive con sus hijos en una imponente casa, seguramente, legado de su marido, el verdadero Conway. Allí pueden encontrarse los diversos perfiles de personajes, entre los cuales encontramos al hijo de poco vuelo –Alan–, al vanidoso y torpe Robin, a la dulce y temerosa Kay, a la autoritaria Magde, a la pretenciosa Hazel y a la alegre Carol. A ellos se le suman los terceros, un apagado abogado, un vecino enamorado y una amiga de la familia, tan simple ella como ingenua.

Un reparto funcional a la obra, que toma fuerza con las actuaciones de Gabriel Kipen como el hermano consentido –Robin–, por la belleza y delicadeza de Mariela Rojzman –Kay– y por el ciclotímico vecino personificado por León Bará –Ernest Beevers–. Ellos enseñan el camino y guían a sus interlocutores tanto a la comedia como al drama.

Dirigida por Mariano Dossena, la obra se destaca por llevar de manera eficaz al espectador por todos sus viajes, tanto hacia el futuro como por el presente. El vestuario, creación de la dupla Julieta Fernández Di Meo-Nicolás Nanni, nos hace vivir aquella época y nos ubica en un lugar muy cercano al de los personajes, sin tantos protocolos ni abarroterías de época. Lo justo y necesario.

El tiempo y los Conway pudo ser un relato dramático hasta el cansancio, sin embargo destellos de humor salvan tanta crueldad, y eso no es más que mérito de su director primero, quien supo equilibrar el problema; y de sus actores, segundo; quienes con acertados gestos y movimientos, generan risa, cuando lo más lógico es provocar llanto.

Por Mariano Casas Di Nardo