jueves, 10 de diciembre de 2009

La imagen fue un fusil llorando

Qué habrán visto los ojos de tan destacado periodista para poner en jaque toda su pluma, hasta bloquearlo por completo y derribarlo hasta la tristeza e impotencia misma. Nada enorgullece más al ser humano que la revalidación de sus convicciones, aún en tiempos de hostilidad social. Y ser testigo de una injusticia frente a tal resistencia, humilla, más cuando no se puede hacer nada.

Herido en sus principios, bastardeado en su esencia ciudadana primero y profesional después, Roberto Arlt se enfrenta a su peor enemigo, su deber: la crónica de algo que jamás hubiese elegido presenciar. Años de oficio para llegar al final con la peor de las sensaciones. La traición. El fusilamiento de Severino Di Giovanni giró su vida y cegó su futuro. Sus ojos ya no serán los mismos tras el accionar de aquel implacable fusil.

Gabriel Fernández se pone en la piel de uno de los autores más destacados de nuestra literatura, para protagonizar La imagen fue un fusil llorando, obra de Julio Molina, que se genera a partir de He visto morir, obra del mencionado escritor.

¡Viva la anarquía! explotaría de la garganta del anarquista Severino Di Giovanni al ser fusilado por una dictadura obsesiva e irreverente. Y los ojos del propio Arlt ya no verían con tanta nitidez. Una actuación soberbia, de quien muestra el infierno vivido luego de tal impacto. Bajo el barniz de su director Julio Molina, quien pone una escena exacta, el único protagonista de la obra brilla gracias a un conjunto perfectamente engranado. El vestuario, la iluminación y la musicalización. Todo nos lleva a esa época y todo nos enseña el dolor que padeció nuestro héroe golpeado.

La imagen fue un fusil llorando es de esas obras que deja en uno una fuerte impresión. Y que va decantando con el pasar de los minutos para formar una conclusión esperanzadora y revitalizadora. Porque sus ojos fueron los ojos de toda una época. Una época que cíclicamente fue repitiéndose, hasta, por el momento, desvanecerse.

La pregunta igualmente seguirá siendo la misma: Qué habrán hecho sentir esos ojos… hasta el momento de apagarse.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 4 de diciembre de 2009

Hasta que tu muerte nos separe

Para algunas personas de este mundo, la vida no es color de rosas. Los finales no son felices y los días son un karma que tienen que sobrellevar, porque suponen que el mañana no los tratará tan mal. No son optimistas pero no se ahogan en su lodo. Tampoco tratan de salir. Se regodean en el fango y nadan. Con dificultad, claro; pero avanzan.

Son los casos de Dana y Osvaldo, quienes padecen distintas fobias, adicciones y pesares; pero aún así intentan encontrar el amor. Agorafóbica y desprolija ella, sus frustrados amores no lograron abatirla. Morboso y virgen él, su autosatisfacción no detiene su búsqueda. Y se encuentran, se inquietan pero no se convencen de ser el uno para el otro. Sus lamentables vidas dejan huecos para el amor y los dos, curiosamente saben ubicarse. Incómodos, pero se ubican al fin. No es una relación progresiva, de hecho comienzan en la meseta del desamor, pero aún así caminan (siempre al borde de la catástrofe).

Hasta que tu muerte no separe es una comedia negra que muestra irónicamente, las miserias de aquellos que no se resignan a vivir una mejor vida, aunque no tengan armas claras como para ganar la apuesta. Un libro que destiñe los clichés del amor y de la pasión que nacen de dos jóvenes entusiasmados. Sus miedos, incertidumbres y alegrías, potenciados al máximo rigor y exposición.

Fito Yanelli en su rol de director, conduce a estos seres ciclotímicamente distintos, al punto medio, en donde los manipula hasta sus mejores rendimientos. El juego de luces hace del escenario el mejor campo de acción, direccionando la atención hacia las pausas, silencios y demás condimentos narrativos.

Hasta que tu muerte nos separe en primera instancia hace reír, para luego hacernos pensar y una vez asimilada la historia, entender lo patético que puede ser el humano cuando se encuentra fuera de los cabales aceptados.

Por Mariano Casas Di Nardo

martes, 24 de noviembre de 2009

Niños del Limbo.

Hacer un análisis sobre Niños del Limbo es un tanto complicado. No porque sea difícil de entender o enmarañado en su andar, sino porque la genial actuación de Andrea Garrote se lleva consigo todos los adjetivos y calificativos. Y deja poco al resto. Un reparto que se destaca con creces pero que aún así, queda a una distancia considerable del histrionismo y escenario que enseña la destacada actriz.

Entonces hablemos de Andrea Garrote, quien en su papel de Martina, una docente de letras, quien dispone de su hogar como taller literario, se lleva todos los aplausos. Ella es quien parte y reparte. Quien maneja los hilos de sus colegas y quien recrea la tragedia, la tensión o el humor, con un simple gesto o un mínimo silencio. Su presencia agiganta al resto y los saca a relucir, incluso cuando los diálogos se reducen a miradas. Por su parte, su ausencia, hace que todo tome otro tipo de protagonismo, porque se sabe que ella está del otro lado a la expectativa de lo sucedido. Su papel es una luz que ilumina al resto y los potencia, mientras que su no presencia, como efecto a contraluz, los resalta como en diapositivas. Sin ella, la obra no se caería, pero estaríamos hablando a otro nivel de crítica… más terrenal.

Ninguno de sus estudiantes es lo que parece. Y ese living tan literario como cálido, no es más que un campo donde convergen historias y personas tan disímiles como necesarias. Un chico con problemas de expresión, fácil prosa y pasado oscuro; una mujer ordinaria y su hijo con problemas mentales, un chileno anónimo y un matón obnubilado con su deber delictivo, son las piezas con las que debe lidiar esta sencilla y apasionada profesora -Martina-. Ella siente placer por las letras y los textos poéticos, el resto no se sabe.

La historia de la obra no será evaluada ni contada. Hay que ir descubriéndola en vivo, para sentir más los impactos y los giros dramáticos. Para destacar el vestuario Made in Romina Cariola, quien vistió a la perfección a todo el elenco y la música original de Federico Marquestó, aunque bien podría tener más participación en la narrativa.

El final no es un final. De hecho parece no serlo. La vida continúa, o no. Igualmente lo visto hasta su epílogo, vale demasiado. No hace falta más.

Niños del Limbo es Andrea Garrote y sus avatares. El libro y la dirección son de la misma persona. ¿Hace falta decir quién?

Por Mariano Casas Di Nardo

sábado, 21 de noviembre de 2009

Del Amor o El Banquete.

La pregunta es filosófica y tiene tantas respuestas como pareceres. ¿Qué es el amor? ¿Qué es la belleza? El amor tiene infinidad de formas y todas son reales, podría decirse. Una sensación autónoma que aparece y desaparece sin intervenciones de la razón humana. Y la belleza es tan virtual y abstracta, que no podría definirse, sin caer en lugares comunes o equivocaciones. Que lo estético, que lo armonioso… Todos juicios erróneos.

De la otra vereda de la objetividad y desafiando los parámetros del interés, el amor llega, revoluciona y vive eternamente. Y si muere, ya no es amor, entrando en un conflicto y en una dialéctica cíclica. Del Amor o El Banquete son todas estas sentencias y más. Para irse pensando sobre el corazón y sus azares.

¿Puede el amor ser el mismo entre dos jóvenes bellos y contemporáneos, que el que pueda sentir una prostituta por su empleador? ¿Puede ser la misma sensación de alegría si hablamos de un travesti para con su pareja mujer, que si abordamos la mente de una bella, sinuosa y ardiente mujer, con su marido entrado en años y en excesos? Para la mente de Darío Portugal Pasache y Lucía Pansera sí; y lo exponen y lo desmenuzan para que el espectador saque sus propias conclusiones.

Del Amor o El Banquete no rotula ni etiqueta. Desnuda. Inclinando hacia el lado de las perversiones. Pero ¿qué es la perversión?... y entonces de nuevo entramos en un debate estéril y difícil de concluir.

Encabezados por el histrionismo de Alejandro Stordeaur y Fernando Iglesias, más el erotismo que imprime su reparto, la obra apunta directo a la reflexión y a la apertura mental. A entender que el amor está más allá de los cánones que nos muestran las novelas o los estamentos sociales de las buenas costumbres. Para volver a empezar, con la experiencia de que el amor puede sentirse de formas inimaginables, y no por ello, ser falsas.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 6 de noviembre de 2009

Terrame

Terrame está configurada por dos entes, lamentablemente, interrelacionados entre sí. Inevitablemente no pueden separarse ni disociarse. Un significado y un significante que se lastiman; un todo a medio llegar. Por un lado, un marco teórico gigante, inmortal, moldeable a todos los seres humanos. Cíclico e universal, como es la búsqueda del otro. La desesperación que genera la soledad y el nerviosismo que viste a los corazones actuales. Y por el otro lado, el hecho práctico, el que le da cuerpo a un libro tan infinito que hace que lo palpable quede trunco. Un espacio chiquito que no resiste lo que se está contando.

La obra sería la radiografía de un amor como tantos otros, que se inicia por la atracción inesperada que siente un hombre –cualquiera– por una dama –cualquiera–. Y cómo va creciendo y desarrollándose esa atracción, a través del descubrimiento mutuo, los malestares, los aciertos, los perdones y los reencuentros; hasta verse convertido en un poderoso amor. Desde el minuto cero, en las que las humanidades se desconocen, hasta la evolución del cariño sincero. Ella se llama Lucía; él, Atahualpa. Por ella nadie se daría vuelta en una esquina, por él ninguna mujer daría ni un suspiro. No se deslumbraron ni se encandilaron. Como se dice, un amor a novena vista.

Cuántas de estas historias hemos conocido, escuchado o padecido. Qué genial la pluma de Lucila Garay que en una obra de escasos cincuenta minutos y en el perímetro de una habitación de dos por dos, refleja millones de historias de amor, tan completas como reales. Porque abarca todas: desde la más oscura y retorcida hasta la más básica y desabrida.

Con dos actores que hacen del gesto y del diálogo torpe un culto, Terrame relata todos los síntomas del corazón, dejando en evidencia lo elemental que somos. Entonces, pensará su autora y directora, para qué complejizar lo tangible, si lo abstracto lo dice todo.

Por Mariano Casas Di Nardo

miércoles, 14 de octubre de 2009

Escoria –El lado B de la fama–

Sin dudas, la particularidad de José María Muscari es encontrar alegría donde impera la decadencia y la desazón. Ver brilloso lo oxidado y lo corroído. Contar historias universales e infinitas, a partir de las desgracias ajenas. Ya lo había insinuado con Piel de Chancho y lo confirma con Escoria, su obra más lograda, conmovedora, cruda y cruel.

El primer impacto visual de la obra es de un colorido inusual para su registro, pero de una inmensa tristeza. Un cuadro que roza lo patético, con la música de Un poco loco de Sergio Denis para darle un opaco plastificado de caducidad. Las sonrisas de los anfitriones y sus cordiales agradecimientos por estar en el cumpleaños de Dino Escoria cortan con tanto aturdimiento. Porque hay que aclarar que estamos en un cumpleaños y hay que festejar. Y sonreír. Aunque la coyuntura nos tiente con el llanto.

Escoria desmenuza la privacidad de actores de renombre que marcaron una época dentro de la escena nacional tanto televisiva como teatral. Los desnuda. Los expone ante un público que se une al dolor con dejos de lástima y rencor. Despedaza el ego de diez íconos de nuestro arte de la forma más cariñosa, humilde y agradable. No los humilla ni los maltrata, sino que los cuida, los ayuda y, perversamente, demuestra la excelencia de sus actuaciones, para criticar a un sistema que vaya uno a saber por qué, los dejó afuera. Escoria es una obra que construye, no destruye.

Con un libro a punto gracias a las experiencias personales de sus protagonistas, Muscari logra sacar lo inédito de sus dirigidos, a tal punto de mostrar la faceta dramática oculta de Noemí Alan, quien con su monólogo estremece la sala. Otra grata sorpresa es el resurgimiento de Willy Ruano, alimentando a sus pares con estridentes participaciones. Y con Osvaldo Guidi en pleno estado catastrofista, es Paola Papini quien intenta apuntalar a todos para no caer en la dura realidad del desamparo, la ausencia y el desempleo actoral. Una difícil realidad que Marikena Riera intenta esclarecer, por suerte, sin éxito.

Con un vestuario impecable y una fotografía exacta para potenciar la angustia de los diálogos, la obra es la suma de absolutamente todas las partes. Escoria, diez actores gigantes y un director de culto.

Por Mariano Casas Di Nardo.

jueves, 8 de octubre de 2009

Lame vulva –ejercicio de poder–.

Existen diversas formas de contar una historia. De manera humorística, drámatica, irónica, melancólica, metafórica, alegórica, etcétera, etcétera. Y también a la manera de Martín Marcou. Que sería con todos los estilos utilizados por el ser humano a la hora de labrar un discurso coherente e impactante, amalgamados por un hilo conductor: el apocalipsis. Con bandas originales de sonido que van desde Dyango, pasando por Café Tacuba hasta llegar a Gary. Lo bizarro y lo conservador; el diálogo moralista sobre un background definitivamente kitsch; el ser inmaculado barnizado de erotismo. Y así, bajo disímiles coordenadas, las concepciones más antagónicas se van trastocando. Un Martín Marcou explícito, sin dobleces, oscureciendo aún más el panorama del teatro off.

Lame vulva ofende desde su título y conmueve –para bien y para mal– desde su dramaturgia. La risa y la angustia dando vertiginosos pasos de vals. Con tres actores que se pelean en todo momento para demostrar quien es el más patético y desagradable. Aunque pierden todos, ya que enseñan con gestos desconcertantes, que la inocencia y el desamparo navengan por sus venas.

Luz –Checha Amorosi– propone la violencia como caricia y Horacio –Javier Rosón–, la sumisión como acuse de recibo. Y la tercera en discordia –Puchi Labaronnie–, la suegra de ella o la madre de él, entra en juego con los métodos más eficaces: la sobreprotección y la desautorización conyugal. Todo en un panorama desolador y lúgubre, que huele a tristeza e infelicidad.

En Lame vulva la catástrofe está siempre por comenzar. El desastre está latente. Un nervio puro en pleno nido de desamor.

lunes, 5 de octubre de 2009

Oruga –Bullying–.

Entre los muchos y variados aciertos y desaciertos de Alejo Beccar en su reciente obra Oruga, tal vez el capital sea diseminar el terreno de conflictos y problemas que no llevan a sus protagonistas más que a la decadencia. Está bien, podría defenderse argumentando ser el reflejo de la sociedad en la que estamos inmersos. Ok. Es cierto. ¿Y?

Andrea es una simpática, simple y agradable chica, maltratada por sus pares en el perímetro que establece su escuela secundaria. Un grupo de cinco mujercitas que ejercen el poder que otorga la impotencia y debilidad de su victima, a niveles de crueldad insoportable. Insoportable para la pobre protagonista e insoportable para el espectador, que en base a destacadas actuaciones, compra el libro y los diálogos y pretende ir a su rescate. Los primeros quince minmutos, las idas y vueltas de esas efervescentes niñas de disímiles bellezas, irritan. Los siguientes veinte, dan euforia de justicia; mientras que su final aplaca. Porque al parecer, en el mundo de su autor, no existen luces de esperanza más que la natural. Entonces si el presente se muestra nublado, hay que ver a oscuras.

Oruga va tomando cuerpo a medida que uno se encariña con su protagonista –Laura Rodriguez Cano– y odia al reparto. Y la trama, que va cambiando de planos gracias al detallado movimiento escénico de sus actores, relata uno a uno los pesares de "La Oruga”, ya sea por sus malditos compañeros, sus patéticos padres o sus insulsos docentes. Todos ellos, con sus participaciones, no hacen más que bastardear la dignidad de la niña en cuestión.

La obra nos planeta la cruel realidad que se vive en los colegios secundarios en la actualidad. Nos muestra las burlas, las humillaciones y el maltrato que sufren los chicos que no cumplen con las características de líderes. Y duele. Duele verlo. Molesta. Es por ello que hay que destacar el valor de Alejo Beccar de involucrarse con el mayor de los cuidados con un tema tan espinoso como conflictivo. Aunque se lo podría culpar de no tomar partido. Como dice su programa: “la obra no acusa”. Debería acusar y penar. Como para no irse con ese sabor amargo de haber visto sólo una buena obra de teatro. Porque la misma podría haber sido paradigmática.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 2 de octubre de 2009

Brillosa

Brillosa son todos los rasgos que una mujer puede desplegar a lo largo de sus primeros años de vida. Todas las personalidades posibles a desarrollar y a perfeccionar. Sobre todo a perfeccionar. Con sus miserias –muchas– y sus certezas –pocas–. Brillosa es lo salvaje, la belleza, el temor, la esperanza, la fortaleza y la ingenuidad. El labo b de la apariencia.

La obra se sostiene por seis pilares fundamentales: la voz líder de Digna –María Laura Espinola–, la belleza milimétrica de Sara –Natalia D´Alena–, la vulgaridad de Jesenia –Checha Amorosi–, la valentía de Jezabe –Valeria Actis–, el desamor de Roberta –Jimena Civelli– y la simpleza de Vanina –Ana Rossi–. Juntas configuran la escencia femenina, mientras separadas muestran la vulnerabilidad del género.

Dentro del caos que proponen las brillosas, una historia se va hilvanando. Ellas, tan atolondradas como eclécticas, bailan, se muestran, se venden, se pelean, se retroalimentan y se envidian. Por momentos se prenden fuego y por otros se ignoran. La precariedad humana de Jesenia salpica a las demás, mientras una estéril Digna intenta darle un manto de cordura a la escena.

Brillosa es sensualidad en estado primitivo. Seis pulsiones de vida buscando un horizonte. Incluso, algunas creen llegar. Pero nada las salva, nada las purifica ni las santifica. Ni sus cuerpos cincelados, ni la rabia apocalíptica que destilan por sus bocas. Están hundidas, buscando su salvador.

De aquí en adelante, los jueves por la noche, seis estrellas brillarán con más intensidad en nuestro cielo. Cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia.



martes, 22 de septiembre de 2009

Muñeca

La ansiedad por conocer a Muñeca crecía en la sala. Con la consumación de cada minuto, la necesidad de que estuviese allí aumentaba a niveles infinitos. Por su parte, Anselmo, hombre rico y poderoso, de esos que logran todo lo que se proponen en la vida por tener exceso de recursos, no hacía más que elevar la imagen de tan codiciada dama. Mezcla de Berlusconi con Perón, él, que parecería sentenciar los destinos de sus enemigos, manejaría también la suerte de sus amigos más fieles, todos ellos interesados y vividores. Hasta las bellas y sugestivas señoritas que desfilan por su mansión, parecerían sucumbir ante su infranqueable impronta. Aunque sin más, no deja de palpitar por su amada compañera, quien lo habría abandonado a merced de vaya uno a saber quién. Para esos momentos, ya podría considerársela como su talón de Aquiles. Un dato, él se siente feo, pero aún así, continúa su fastuoso andar.

En el marco de uno de los teatros alternativos más bonitos del circuito porteño como es Delborde Espacio Teatral –Chile 630–, un pretensioso elenco de diez actores –los cuales algunos brillan y se destacan en obras como Criminal y Los desórdenes de la carne (ambas de lo mejor de la cartelera off actual) –, se disponía a entrar en el mundo Discépolo para darle vida a Muñeca, una historia de amor de arrabal; con tintes de tango, cabaret y timba. De ellos, cinco duplicaban con recordados papeles la propuesta: Uki Cappellari, Antonio Bax, Marcelo Velázquez, Gabriel Nicola y Yazmin Schimdt. Todos apadrinados por la dirección de la virtuosa dupla Teresa Sarrail y Sandra Torlucci, que hacía presagiar ochenta minutos –como indica el programa–de impacto absoluto.

Hasta aquí, una correcta y entretenida versión de la historia que supo crear el talentoso y eterno Discépolo. Pero por lo planteado por sus directores, todo se encaminaba a un punto específico; a su clandestina aparición.

Y sucede todo lo contrario. Porque es cuando aparece ella, la misteriosa “Muñeca”, que todo queda trunco. La historia no sólo no se refuerza, sino que hace revisar todo lo aprehendido y entendido hasta ese momento. Y cuando se llega a ese porqué, ilógico; tampoco satisface. Y la obra por ende muere ahí. Ya no importa su epílogo y menos su desenlace. Da lo mismo cualquier final. Porque Muñeca no es femme fatal ni seductora ni encantadora ni diabólica. Tampoco carismática o compradora y menos brava.

Muñeca queda a mitad de camino. Con actuaciones tan disonantes como evidentes. Con una historia que germina con una fuerza abrumadora por el duelo inicial entre Eugenio Soto –Anselmo– y su mayordomo –Antonio Bax–, al que se le agrega la interesante actuación de Enrique –Armando Lazarte–; para ir paulatinamente perdiéndose en un pantano viscoso y marañoso. Por momentos están todos perdidos. Y ni siquiera Gabriel Nicola con su elaborado papel de Mora, hace que su entorno se encuentre. Sólo se salva Cecilia Zuvialde quien despliega todo su talento para darle a los protagonistas la estética correcta y el adecuado campo de interacción, que nos muestra al menos, de forma visual, los caracteres del ´30.

Muñeca es como esa flor que muere en el preciso momento en el que toma su mayor cuerpo y esplendor. Toda una vida para llegar al instante más bello y después marchitarse repentinamente. Un paralelismo que explica que la obra tiene muchas intenciones, pero que por cuestiones de la física misma, quedan en la nada.

Por Mariano Casas Di Nardo

miércoles, 16 de septiembre de 2009

El Batacazo

El Batacazo es un compendio de aciertos puestos a disposición de una obra que brilla a lo largo de sus sesenta y tantos minutos de vida. Un guión que habla de la mediocridad y de la chatura del ser humano creyente en brujas, yetas y lechuzas, de la forma más precisa; dos actores que se sacan chispas a la hora de actuar y de crear sus respectivos personajes y la música exacta del Chango Spasiuk para generar el clima de tensión ideal cuando la obra llega a su epílogo. Todo cierra perfecto sobre el fantástico mundo que se genera en el Chacarerean Teatre cuando la función comienza a rodar.

Uno, un oportunista ; el otro, un fracasado jugador de básquet devenido en enfermero. Uno, empleado del parque de diversiones; el otro, un hombre asediado por la mala suerte y la desgracia. Uno, Mauricio Dayub; el otro, Osqui Guzmán. Animal televisivo de raza el primero, rey de la improvisación teatral el segundo. Dos actores que suman sus partes para llegar a un todo absoluto. Un despliegue de guiños, latiguillos y muecas sin tener que llegar al grotesco y al gesto soez, como pocas veces visto en los escenarios porteños.

La obra cuenta la historia de “Cobra”, quien cansado de su vida monótona y chata de empleado de uno de los juegos más difíciles del Parque de Diversiones, decide cambiar su rumbo y hacer saltar su propia banca, enseñándole a “El Nene”, un enfermero de pocas ideas, el secreto para ganar el juego. Los dos en busca de dar el batacazo, uno para cambiar su aburrido presente y el otro para saldar una deuda pendiente con el deporte que lo inició en su patética y contrariada personalidad.

La cuestión era despejar el interrogante de darle un guión y una estructura armada a uno de los actores que mejor maneja la improvisación en nuestro teatro. Y consumada la obra, no hay más que rendirse ante el ojo de su autor y director, el propio Mauricio Dayub, quien confió en Osqui Guzmán para acompañarlo en esta travesía de malarias e infortunios.

Impecablemente lookeados y potenciándose en cada intervención, la obra progresa entre el humor y la reflexión; dos sensaciones que ejecutan ambos protagonistas, tanto desde la ironía como desde la nostalgia. Porque en el fondo, estos dos personajes casi arrabaleros, encierran tristeza y soledad. El vacío de pensar que la suerte y el azar lo hacen todo, ya sea por la desgracia de “El Nene” como por la suerte a medias de “Cobra”.

Algunos pueden considerarlo teatro comercial y menospreciarlo; otros podrán denominarlo teatro en serie y no considerarlo. El Batacazo es teatro del bueno. Con un libro que nunca pierde de vista el horizonte y con dos actores superlativos, que hacen de esa línea inalcanzable, algo posible y cercano.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 14 de septiembre de 2009

Antes muerto – Flashback año 2007–

–Cuando se tienen ciertas convicciones, la muerte es lo de menos–.

Una historia oscura, de amores y contradicciones. Dos sicarios, una bella e impecable mujer y un hombre asfixiado por el rencor. Odio y deseo, promesas y muerte. Todos azares del hombre que se encierran en Antes muerto, obra escrita, dirigida y actuada por la dramaturga Moro Anghileri. Más un agregado, el agregado, la soberbia actuación de Carlos Portaluppi, quien a fuerza de su exquisita verborragia y su despliegue de gestos escénicos, brilla entre tanta oscuridad.

Ambientada en la década del ´40, con un hotel raído y sucio como escenario, la obra mixtura códigos del cine de comic antiguo con el teatro de culto. Entonces, sobre una ventana que da a las angostas calles de una ciudad abatida, puede verse un tiroteo –material fílmico– que da origen a la trama.

Irrumpe él, de correcto traje negro, pelo engominado y un arma que dará a luz en la primera situación tensa. Fatigado por la huída, ve como segundos después sale a escena la inalterable belleza de ella, de ceñido luto, quien con sus movimientos felinos deja entrever sus curvas. Con guantes que cubren sus asesinas manos y labios pintados de rojo fuego, las situaciones comienzan a suceder. Pequeños diálogos introducen al espectador en la idea original, con dos personajes que precisan todo su histrionismo actoral...



Por Mariano Casas Di Nardo

martes, 8 de septiembre de 2009

Métodos para no llorar.

Todos quisiéramos tener un sótano como Boris y Atalia para escaparnos de la realidad que muchas veces nos arrincona, nos oprime las ideas y nos paraliza. Un lugar donde el tiempo pase a otra velocidad y donde imperen nuestros deseos y se materialicen nuestros sueños reprimidos. Porque el mundo, por lo general, no gira como pretendemos y el miedo y la inexperiencia nos juegan una mala pasada. Entonces un universo idílico paralelo sería lo conveniente. O al menos una estructura para no sufrir. Donde todo sea más cómodo, amigable. Pero no. La vida es hostil, el prójimo es burlón. Y un cuchillo filoso, como reza su dramaturga, no es del todo suficiente.

Afuera el apocalipsis y dentro, dos chicas jóvenes, bella una; la otra perdida en su ira y en su hambre. Un ambiente de dos por dos y una humedad que jaquea el buen vivir. Dos mujeres que sufren el exterior y se protegen mutuamente. Dos humanidades que a veces coinciden y otras no. Y cuando se rozan, más que una unión es un rasguño. Un raspón. Una molestia. Pero también se reinventan. Se mienten, se necesitan, se odian y se padecen.

Josefina Sabaté y Baudrón –así se llama su directora– dispone del poco espacio del escenario del teatro de manera tal que parece gigante. No porque le incluya espacios inexistentes, sino porque el afuera imaginario nos supone que donde convergen las dos protagonistas, es sólo un punto en la inmensidad gris. Y es gris, porque todo nos hace pensar que el abismo está afuera. Y es ese refugio el que las separa del ocaso.

El protagonismo pareciera ser de Atalia –Martina Schvartz– por ser la iniciadora de esta historia, pero es Boris –Bárbara Molinari– quien refuerza con sus histriónicas pinceladas, un guión que nunca se sabe para donde va. Y desde su primera intervención se gana el afiche. Ella maneja los tiempos y da vida al resto. A su partenaire y a los cambios de clima, que hacen de ecualizador de la trama.

Métodos para no llorar desconcierta en gran parte de sus sesenta minutos. Intención de su autora que se cumple hasta que una de ellas emite la frase que da título a la obra. Y allí cierra todo. Lo demás son eventualidades. Pueden suceder como no. Las cebollas, el encierro, la locura, el ayer, el hoy, el miedo, el deseo y sus respectivos contextos. Una idea que vale por sobre todo y le da vida y forma a una muy buena obra de teatro.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Joven Frankenstein

A priori, la configuración de su elenco hacía presagiar un producto comercial, carente de todo arte. Sí, una obra Made in Broadway pero con algunas figuras estelares para hacer saltar la taquilla. El televisivo Guillermo Francella encabezando el elenco, la ex conductora Laura Oliva secundando, más uno de los showman más reconocidos del under como Omar Calicchio. Hasta aquí negocio redondo; el Astral como marco lujoso y la Avenida Corrientes como punto estratégico. Pero los dos pilares que sostienen la obra y hacen girar la maquinaria a la perfección, tanto económica como artísticamente, son dos actores no muy renombrados pero de pura cepa musical, como el histriónico Pablo Sultani –Igor– y la bella Carolina Pampillo –Inga–. Si bien la amalgama es pensada y exacta, siendo El Joven Frankenstein una obra de calidad y prestigio, son ellos dos quienes más brillan y hacen brillar.

Basada en el clásico film del genial comediante Mel Brooks, la obra nos lleva al regreso de Frederick – según el propio protagonista su apellido se pronuncia “Fronkenstin”– al pueblo Colinas de Transilvania, para hacerse cargo de su herencia, el castillo de su abuelo Victor von Frankenstein. Ya en sus oscuros bosques, conoce a quienes serán sus asistentes, el torpe y bueno de Igor – se pronuncia “Ay-gor”– y la jovencita e ingenua Inga. Juntos, se dirigen al mentado castillo, donde la inmaculada y tenebrosa Frau Blücher...

La nota completa en: http://www.luciernaga-clap.com.ar/

viernes, 4 de septiembre de 2009

El Gorrión de París.


Piaf no es una obra musical; es mucho más. Tampoco es un recital de alguien que canta y emula a la cantante francesa más importante de todos los tiempos; es mucho más. Como así tampoco Elena Roger es una actriz o una cantante que despunta su vicio sobre las tablas; es mucho más. Piaf es la suma de todos los adjetivos calificativos positivos y más. Roza la perfección... La perfección vocal, actoral, escénica, musical y artística.

La obra comienza con los vestigios de la gloria que supo cultivar Edith Piaf en sus entrañas, para retrotraernos a su infancia, en los suburbios de su París natal, entre marginales, oportunistas y artistas callejeros. Pinceladas escénicas para mostrarnos la miseria que cinceló sus primeros años de vida, el abandono de sus familiares más cercanos, sus primeros amores y violaciones; hasta su anclaje en un decadente burdel, donde entre tanta oscuridad y deformidad, se le abriría el destino. Cada movimiento, cada canción, es una fotografía que entristece el guión. Es que la obra en sí no emociona, sino que conmociona. Una virtud de su autor Pam Gems, quien con cada diálogo hiere un poco el sentimiento del espectador para dar la estocada mortal cuando las luces se apagan y sólo se ve a su protagonista entonando a La Môme. En ese instante la muerte, pero sólo un cambio de luces para generar vida nuevamente hasta verse apagar...




martes, 1 de septiembre de 2009

Catástrofe inesperada

Catástrofe inesperada son un millar de códigos estéticos hilvanados por una historia que progresa de la forma más compleja y abstracta. Como esos dibujitos que toman vida a medida que las hojas se van sucediendo, en tiempos de 24 cuadros por segundo. Cada parpadeo significaría una fotografía y cada una de ellas, un caldo difícil de digerir.

Escrita por Luís Cano y materializada por la directora Cintia Miraglia, la obra toma fuerza a través de un relato fragmentado que deja ver la memoria de un poeta olvidado, quien pasa sus días en el frío espacio de un sistema hospitalario que lo asfixia de a poco. Por momentos mujeres milimétricamente superpuestas lo debilitan en la creación para luego apuntalarlo en la imaginación idílica y surreal de su persona. Es que no todo está dicho aún, pero sí las cartas están jugadas y sólo resta definir quién perderá.

Al parecer, en los escasos y poderosos cuarenta y cinco minutos de acción, los únicos ilesos son los espectadores. La manipulación y el aire a encierro revuelan la escena y ni aún, los símbolos de libertad, dan aspecto de emancipación. Mucho menos los paisajes ciclotímicos que mueren y nacen al unísono. Todo es perecedero. Todo huele a claustro. Y la música, creación de Daniel Quintás, es una guía malintencionada que nos conduce al ocaso.

El conflicto germina en el mismo escenario y se desarrolla entre los protagonistas, en este caso, el poeta Zurita –Leandro Rosenbaum– y sus custodias espirituales y carnales –Natalia Marchese y Gabriela Mocca–. La consumación de los episodios cierra historias pasadas y aviva otras.
Como esa canilla mal cerrada que no logra causar la inundación pero que hace de cada gota un estruendoso sonido, su directora hace que la catástrofe sea latente con una evolutiva graduación que sacude con intensos espasmos imperceptibles, que uno siente ya terminada la función.

Catástrofe inesperada es difícil. Ermitaña. Oscura. Un arrebato a la libertad expresado en imágenes impactantes. Una audaz representación del efervescente teatro independiente moderno.

Por Mariano Casas Di Nardo - abril 2009

lunes, 24 de agosto de 2009

Luisa

Luisa es sencilla. Sin dobleces. Una chica simple que no tiene nada que perder. Porque ya lo perdió todo según su ánimo. Y entonces desnuda sus sentimientos. Para compartirlos. Porque se ve que de tanto dolor, ya no le entran en sus rincones. Pero tras la tormenta solo le queda la calma; algunos reproches por vencer y menos ilusiones por soñar. Es que Luisa tiene el corazón herido, por no decir que lo tiene roto. El amor la vació y sufre. Cómo sufre.

Escrita por Daniel Veronese, la obra nos presenta a Luciana Monasterio en el papel de Luisa, una chica que nunca olvidó lo que en un pasado muy remoto la hizo feliz. Ella recuerda, dialoga con su madre ausente y revive momentos que le alegraron el alma. Una actuación inmejorable para mostrarnos con gestos y miradas, todo un mundo que se termina de configurar en nuestras cabezas, porque de hecho, sobre el escenario hay poco y nada. Una cama, tres plantitas, un banquito y su sombra, la cual se agranda o se achica con la misma proporción que su nostalgia. La fotografía podría resultar vacía, pero es su presencia escénica y talento que abarrota la imagen con elementos que sólo nosotros –los espectadores– podemos ver. Hasta la sensación térmica nos recrea con sus palabras.

Con unos mocasines , una larga pollera y un saquito con mangas largas que denota humildad e interés clásico por la moda, Luisa se presenta. Porque su sentimiento va más allá del look, aunque en cierto modo también la representa. Un vestuario exacto, apagado en sus tonos; pero justo para determinar el autoestima y las ínfulas del personaje. Es que ella no pretende más que quedarse con sus ausencias y mientras sufre, espera. Por las dudas. A ver si el destino le da un giro.

A Luisa dan ganas de abrazarla, de protegerla. De hacer que el sufrimiento que demuestra su seca sonrisa, se acabe de una vez. Algo es cierto, Veronese da una base para hacer de la obra, una buena pieza; pero es la misma Luciana Monasterio quien entiende y logra la esencia del libro. La dirección de Vanina Montes seguramente tendrá mucho que ver, sobre todo con el desplazamiento de la protagonista sobre su habitación; pero son las expresiones de la actriz las que llevan a la obra a la máxima puntuación de calificación.

Luisa es una luz en la oscuridad. O un futuro alegre en el ocaso. Porque motiva a creer en la simpleza del amor, aún hoy, cuando la voracidad de lo efímero se lo lleva todo. Nos induce a pensar en lo crudo del sentimiento. Su relato y amor así lo demuestran; el brillo de sus ojos nos lo confirma.

Por Mariano Casas Di Nardo

jueves, 20 de agosto de 2009

El tiempo y los Conway


“El universo tiene su demonio y es aquello a lo que le llamamos tiempo”, reflexiona la bella Kay, mientras observa como su familia de perspectivas renacientes, se precipita en la mediocridad de sus integrantes. Ella, una aprendiz de escritora en un principio y luego una periodista de las revistas del corazón, nada puede hacer contra la decadencia que abruma a su madre y hermanos. Al contrario, todos ellos profundizan la catástrofe y tapan cualquier haz de luz con sus torpes decisiones y equivocados ánimos de grandeza. Sólo el humilde Alan parece leer bien la realidad, aunque así no deje de alimentar la frustración que hará caer al pretensioso apellido que llevan en sus documentos.

El tiempo y los Conway, del recordado J.B.Priestley, es una obra que altera los órdenes narrativos para explicar el desarrollo de la historia. Similar al de El otro de Jorge Luís Borges. La progresión de sus diálogos nos lleva a los albores del mil novecientos, en un pueblo de Inglaterra, donde la Señora Conway vive con sus hijos en una imponente casa, seguramente, legado de su marido, el verdadero Conway. Allí pueden encontrarse los diversos perfiles de personajes, entre los cuales encontramos al hijo de poco vuelo –Alan–, al vanidoso y torpe Robin, a la dulce y temerosa Kay, a la autoritaria Magde, a la pretenciosa Hazel y a la alegre Carol. A ellos se le suman los terceros, un apagado abogado, un vecino enamorado y una amiga de la familia, tan simple ella como ingenua.

Un reparto funcional a la obra, que toma fuerza con las actuaciones de Gabriel Kipen como el hermano consentido –Robin–, por la belleza y delicadeza de Mariela Rojzman –Kay– y por el ciclotímico vecino personificado por León Bará –Ernest Beevers–. Ellos enseñan el camino y guían a sus interlocutores tanto a la comedia como al drama.

Dirigida por Mariano Dossena, la obra se destaca por llevar de manera eficaz al espectador por todos sus viajes, tanto hacia el futuro como por el presente. El vestuario, creación de la dupla Julieta Fernández Di Meo-Nicolás Nanni, nos hace vivir aquella época y nos ubica en un lugar muy cercano al de los personajes, sin tantos protocolos ni abarroterías de época. Lo justo y necesario.

El tiempo y los Conway pudo ser un relato dramático hasta el cansancio, sin embargo destellos de humor salvan tanta crueldad, y eso no es más que mérito de su director primero, quien supo equilibrar el problema; y de sus actores, segundo; quienes con acertados gestos y movimientos, generan risa, cuando lo más lógico es provocar llanto.

Por Mariano Casas Di Nardo